EL HALLAZGO (continuación)
El cambio de posición de las luces de tierra corroboraba
a sus ojos este hecho inquietante. Sin embargo, como no había
cesado un momento de remar confiaba en que este esfuerzo,
por débil que fuese, habría disminuido de un
modo apreciable el poder del reflujo, y si la situación
se mantenía así por algunas horas más,
podía desechar todo temor y dar por conjurado el peligro
de los arrecifes. Todas estas reflexiones afirmaron en el
ánimo del carpintero su resolución de seguir
manejando los remos hasta el instante en que la marea viniese
en su auxilio, lo cual le permitiría descansar a sus
anchas, pues el trabajo de retroceso lo haría, entonces,
el flujo ascendente ayudado por la brisa que probablemente
a esa hora soplaría ya en dirección a la playa.
Al cabo de algunas horas de iniciado el remolque, Ramos observó
un cambio en la dirección del viento. Soplaba ahora
del oeste en ráfagas que iban refrescando por instantes.
Aunque esa brisa no anunciaba tiempo desfavorable, su aparición
sobresaltó al carpintero, pues en todo caso agitaría
al mar, estorbando su ya difícil y laboriosa tarea.
Muy pronto estos temores se vieron confirmados, pues el oleaje
se tornó excesivamente duro, batiendo con rudeza los
flancos del barquichuelo. La necesidad de presentar el costado
a las olas hacía más difícil la situación,
pero no cabía modo de torcer el rumbo, pues el más
ligero cambio en la ruta significaría el fracaso de
una empresa tan favorablemente comenzada.
Así lo comprendió el carpintero y se preparó
para la lucha, que presentía iba a ser larga y obstinada.
Pero la presencia de Rosalía, que coartaba su libertad
de acción, le recordó que le estaban prohibidas
las resoluciones extremas. Esto enfrió un tanto su
ardimiento, mas no logró quebrantar su propósito
de disputarle al mar hasta donde fuese posible su valiosa
presa.
Aquí no había luna, una tenue claridad permitía
ver a cierta distancia lo que pasaba en la movible superficie
de las aguas cuyo aspecto tumultuoso era bien poco tranquilizador.
Rosalía, que acababa de dormirse acurrucada en el banco
de popa, despertó de pronto: una ola, chocando contra
la borda, le había salpicado el rostro. La pequeña,
con tono sorprendido, pero sin asomo de temor exclamó:
-¡Padrino, mire, qué bravo se ha puesto el mar!
Miguel contestó con una risita despreciativa: -Si no
es nada, chiquilla. ¿Tienes miedo? -No, padrino.
-Entonces saca el balde que tienes ahí debajo del asiento
y cuando embarquemos agua la achicas en el acto. -Bueno, padrino.
Desde ese instante quedó entablada la gran contienda
en la soledad tenebrosa del abismo y bajo el pálido
fulgor de las rutilantes estrellas. Olas de corta extensión
y de poca altura corrían al asalto del bote y al chocar
en su flanco embarcaban cierta cantidad de agua por encima
de la borda. Muy pronto este lastre líquido comenzó
a inquietar seriamente al carpintero. ¿Podría
la pequeña aligerar el zarandeado esquife con la rapidez
necesaria para mantenerlo a flote?
Este pensamiento lo obsesionaba planteando en su espíritu
una duda cruel. Adherido sólidamente al banco de proa
remaba con gran vigor, sintiendo acrecentar sus ímpetus
combativos. El acicate del peligro y la rabia y el despecho
ante las dificultades que amenazaban el logro de sus deseos,
había enardecido el ánimo testarudo de Miguel
Ramos, y su alma obstinada y audaz sólo albergaba un
propósito: luchar contra la furia de los elementos
mientras sus manos pudiesen aferrar los remos.
La necesidad de mantener la proa dirigida a tierra, presentando
el flanco a la marejada, hacía que «El Pejerrey»
embarcase una no pequeña cantidad de agua, la cual
aunque era expulsada afuera inmediatamente por Rosalía,
se renovaba sin cesar con sólo breves intervalos de
tregua.
La pequeña manejaba el cubo con rapidez y destreza
manteniendo a raya al invasor enemigo sin que su coraje decayese
un solo instante. Y esta lucha encarnizada y silenciosa entre
las tinieblas transcurrieron algunas horas, durante las cuales
el diminuto esquife estuvo en repetidas ocasiones a pique
de zozobrar.
Y se hubiese hundido más de una vez, irremisiblemente,
si Miguel, en el instante crítico, con una rápida
virada, no pusiese a cubierto el flanco amagado del embate
furioso de las olas. Esta maniobra, repetida cada vez que
el peligro arreciaba, permitía a Rosalía achicar
el agua sin que se incrementase su cantidad con nuevas adiciones,
y cuando había arrojado
por encima de la borda el último cubo del salobre líquido,
El Pejerrey volvía a presentar el flanco al oleaje,
reanudando su labor de refrenar la deriva de la ballena.
Entre la pequeña y su padrastro sólo se cambiaban
una que otra palabra, pues la tarea que tenían entre
manos absorbía todas su facultades. Veinte veces, el
carpintero estuvo a punto de abandonar la partida y otras
tantas reaccionó para seguir en la brega gastando sus
últimas fuerzas que la ira y la desesperación
agigantaban. Las luces de la casa de máquinas seguían
indicándole la posición del bote que, a pesar
de sus esfuerzos, había sido arrastrado un enorme trecho
hacia los bajíos cuya proximidad delataba el estruendo
fragoroso de las olas al chocar contra los escollos. Pero,
en esta desigual contienda, una esperanza sostenía
al carpintero. Terminado el reflujo la baja mar pondría
fin a la corriente que lo alejaba de la costa. Si esto sucedía
antes que los remolinos que circulaban entre las escolleras
cogiesen a El Pejerrey y su presa entre sus giros vertiginosos,
podía dar por ganada la batalla, pues la manera ascendente
trabajaría entonces a su favor.
Como este cambio se operaría mucho antes de romper
el alba, los ojos de Miguel escudriñaban en la estrellada
noche algún signo que le anunciase la verificación
de esta mudanza. Y cuando ya comenzaba a dudar de la certeza
de sus cálculos, al volverse para mirar a sus espaldas
llamó su atención una especie de vaga fosforescencia
que, por la parte de proa, parecía brotar a flor de
agua. El corazón le dio un vuelco dentro del pecho.
Aquel débil resplandor provenía de la marejada
al estrellarse con la Piedra de los Lobos, arrecife del que
se había alejado considerablemente en el curso de la
noche. Ahora, el bote sólo distaba de él unos
cuantos cables, lo cual evidenciaba que el cambio de la corriente
marina y el retroceso consiguiente se habían producido
antes de la hora calculada por el carpintero.
Al comprobar la exactitud de estos hechos una intensa emoción,
mezclada de placer y orgullo, embargó el espíritu
de Miguel Ramos. La certidumbre del triunfo, infundiéndole
nuevos alientos, le devolvió la plenitud de sus fuerzas
y ya no pensó sino en asegurar los resultados obtenidos,
ayudando a la marea en el arrastre del cetáceo hacia
la playa salvadora.
Y El Pejerrey, obediente a la enérgica presión
de los remos, combatido de flanco por el oleaje y embarcando
a cada instante algunos litros de agua, mantuvo sin variarlo
un ápice del rumbo que le marcaban las lucecillas de
tierra. Pero, poco a poco, la lucha se hizo menos áspera,
el viento y el mar fueron paulatinamente aquietándose
hasta finalizar ambos sus actividades en una calma completa.
El resto de la noche transcurrió sin contratiempos,
y cuando por fin la claridad de la aurora se esparció
por el anchuroso golfo, el carpintero pudo ver que el bote
y su presa, el enorme cetáceo, se encontraban muy próximos
a la costa. Miró en seguida atrás para calcular
el camino recorrido, y a la vista de las rompientes, que la
luz del día mostraba en toda su magnificencia, le produjo
un vago temor y remordimiento: Comprendía, calmada
ya la excitación del combate, que fue demasiada temeridad
la suya al exponer su vida y la de la pequeñuela, desafiando
en sus mismas fauces aquel abismo rugiente. Ahora que las
tinieblas se habían disipado podía claramente
percibir cómo allí el mar, amenazante y trágico,
levantaba a grande altura montañas de agua y de espumas
que al derrumbarse luego con estrépito ensordecedor
dejaban al descubierto las dentadas crestas y las agudas aristas
de innumerables escollos.
Pero, viendo que la amenaza había pasado y que sus
pronósticos resultaban exactos, una ola de orgullo
dilató su pecho. Ya nada ni nadie podía disputarle
el maravilloso hallazgo que conquistara con su valor, su destreza
y su perseverancia. Los obstáculos con los cuales tenía
que luchar no le intranquilizaban, pues la principal labor
la ejecutaba la marea que corría velozmente hacia la
playa. Para finalizar la obra había ideado un plan
sencillísimo: en cuanto la distancia lo permitiese
llevaría a tierra el extremo de la «línea»,
donde, seguramente, no faltarían manos que tirasen
de la cuerda hasta conseguir varar la ballena en el sitio
más adecuado, el cual no podía ser otro que
la caleta: refugio, astillero y dique de carena de El Pejerrey.
Por fin, el sol, alzándose por sobre los cerros de
la costa, vino a desentumecer con sus tibios rayos a los tripulantes
del bote. Con sus ropas empapadas de agua, Rosalía
tiritaba de frío en el asiento de la popa. De vez en
cuando Miguel le cedía uno de los remos para que el
ejercicio de la boga hiciese entrar en calor sus miembros
ateridos. El carpintero, que no había cesado de remar
durante doce horas consecutivas, se hallaba en extremo fatigado
y exhausto, pero al ver la distancia que lo separaba de tierra
disminuía rápidamente, sus músculos relajados
adquirían nuevo vigor y su ánimo decaído
recobraba su fiera y ruda entereza. La mañana era diáfana
y luminosa, y mientras por el sur una densa neblina cerraba
el horizonte, todo el resto del vasto panorama aparecía
despejado, libre de vapores que entorpeciesen la visión.
De súbito, Miguel, que no cesaba de mirar hacia la
costa, explorando el camino más corto de la caleta,
al alzar la vista distinguió en la cima del montículo
rocoso donde se erguía la escueta y negra cabria del
pique, un grupo numeroso de obreros que contemplaban y parecían
seguir con ojos ávidos la marcha de El Pejerrey. Al
verlos sonrió satisfecho: allí tenía
los brazos que necesitaba para asegurar la posesión
de la más maravillosa pesca que un pescador de congrios
hubiese soñado jamás. Su tarea se limitaba ahora
a enderezar el rumbo hacia el desembarcadero situado a poca
distancia del sitio donde se alzaba la mina. Para que nada
faltase en este conjunto de circunstancias felices, la brisa,
hasta entonces débil e intermitente, empezó
a soplar con fuerza hacia la ribera, disipando la bruma y
acelerando de un modo apreciable el avance de la ballena.
Y en el espacio libre que la masa de vapores acababa de abandonar,
surgió entonces, como el ala de un pájaro marino,
la blanca vela de una embarcación de pequeño
porte. Debe ser un bote o una chalupa, pensó el carpintero
después de observar con atención aquel objeto
que interrumpía la soledad del océano. Sin acertar
a explicarlo, la graciosa aparición despertó
en él un vago sentimiento de desconfianza que se acentuó
al percatarse del rumbo que seguía el desconocido esquife.
Viene hacia acá, murmuró intrigado, clavando
sus penetrantes ojos en la vela que, inflada por la fuerte
brisa, se deslizaba veloz sobre las dormidas aguas. Por espacio
de media hora, Miguel, sobreponiéndose al cansancio
que lo abrumaba y dirigiendo miradas inquietas a la embarcación
misteriosa, continuó el remolque del cetáceo,
favorecido por el viento y la marea, sus aliados ahora en
la última etapa de la azarosa jornada. De pronto, Rosalía,
que jugaba con el trozo de «línea» sumergido
en el agua, tirando de ella como para calcular su longitud,
interrumpió esta tarea para exclamar con alegre sorpresa:
-¡Padrino, allí hay otro bote!
Ramos, vivamente alarmado, volvió el rostro hacia el
punto que la chica indicaba y distinguió una embarcación
que navegaba pegada a la costa. El semblante del carpintero
enrojeció y palideció sucesivamente: aquello
que salía de entre la niebla y se mostraba a sus ojos
asombrados era una chalupa ballenera. Un tumulto de ideas
y sensaciones cruzó con rapidez vertiginosa por el
cerebro de Miguel Ramos, bastándole apenas unos cuantos
segundos para medir la extensión del irremediable desastre.
Las dos embarcaciones que la bruma al despejarse había
puesto en evidencia conducían, sin duda alguna, a los
captores del cetáceo, que, por un accidente cualquiera,
fue a morir lejos de sus enemigos, en las proximidades de
esa parte de la costa. Pero los tenaces perseguidores no abandonaron
la magnífica presa, sino que, al contrario, siguieron
pacientes la huella de la fugitiva a través de los
invisibles caminos del mar.
Al trastorno y confusión de los primeros momentos sucedió,
luego, en el ánimo del carpintero un período
de calma aparente. Clavado en el banco, sujetando en sus crispadas
manos los remos inmóviles parecía concentrar
todas las potencias de su alma en el agudo mirar de sus febriles
ojos, tratando de percibir en las embarcaciones aparecidas
algún detalle que pusiese en duda su procedencia. ¿Era
acaso forzoso que viniesen de la isla? ¿No podían,
tal vez, haber salido de Tumbes o San Vicente, donde también
existen pescadores de ballenas que se aventuran a veces dentro
del golfo? Y aferrándose a este sutil rayo de esperanza
dio tregua a sus inquietudes y volvió a reanudar el
remolque, vigilando ansioso la marcha de las chalupas, especialmente
la más cercana arrimada a la costa, en la que vio,
de pronto, agitar una banderita roja.
Comprendió que era una señal, porque al punto
la otra embarcación arrió la vela y apelando
a los remos enderezó el rumbo para reunirse con sus
compañera. Como la distancia había disminuido
considerablemente, era probable que hubiesen avistado desde
la chalupa más próxima el objeto remolcado por
el bote, pues se notaba entre los tripulantes cierta agitación.
Además a los cuatro remos que la impulsaban se agregaron
otros cuatro, lo que permitió a la ballenera duplicar
su velocidad y franquear en media hora escasa el espacio que
la separaba de El Pejerrey. Mientras las chalupas hendían
con sus filosas proas las quietas aguas del golfo, el carpintero
no cesó un instante de observarlas con minuciosa atención,
analizando con ojo experto el más insignificante detalle.
Desde luego, pudo notar que ambas estaban pintadas de azul
con una faja blanca sobre la línea de flotación.
Los minutos que precedieron al recorrido de los últimos
cien metros fueron en extremo crueles y angustiosos para Miguel,
pues hasta el último instante esperó que sus
temores respecto a la procedencia de las chalupas resultasen
infundados. Pero esta postrera esperanza se desvaneció
ante las cuatro blancas letras que ostentaban ambas embarcaciones
en la parte alta de la proa y que eran las mismas impresas
en el asta del arpón.
La vista del cadáver del cetáceo fue saludada
por los tripulantes de las balleneras con grandes gritos de
júbilo. Los remeros lo tocaban con las palas de los
remos como para convencerse que no era una feliz ilusión
lo que tenían delante de los ojos. Cuando se hubo calmado
un tanto la algazara del triunfo, entabláronse entre
las dos chalupas animadas conversaciones, críticas
y controversias sobre los sucesos relacionados con la captura
y fuga de la ballena. De la maraña de incidencias que
brotaba de los labios de los comentadores, cuya minuciosidad
no perdonaba detalle, se desprendía que el cetáceo
había sido arponeado tres días atrás
dentro de la ensenada principal de la isla. Al sentir en su
carne el agudo dardo, la ballena se sumergió para reaparecer
casi inmediatamente, azotando las aguas con su formidable
cola. Por algunos minutos batió el mar levantando olas
enormes, y de pronto, partió como un relámpago
hacia la entrada de la bahía. En tanto que la «línea»
deslizábase con pasmosa rapidez por la canaleta abierta
en la proa, los remeros bogaban a toda fuerza para disminuir
el efecto del tirón de la cuerda cuando éste
se hubiese totalmente desenrollado.
A pesar de esta precaución, la chalupa se clavó
de proa y embarcó una gran cantidad de agua, obligando
a los que la tripulaban a correrse hacia popa para evitar
el peligro de que la embarcación se fuese por ojo.
Ya no quedaba sino esperar que la pérdida de sangre,
debilitando al animal, pusiese fin a su insensata carrera.
Durante algunos minutos la chalupa fue arrastrada hacia la
boca del puerto con espantosa velocidad. Y entonces el suceso
inesperado se presentó. Esa mañana en esas inmediaciones,
un bergantín, después de completar un cargamento
de pieles, había echado el ancla y aguardaba fuera
de la bahía la brisa de la tarde para zarpar. La ballena,
en su huida, encontró este obstáculo y sin desviarse
ni a la derecha ni a la izquierda se sumergió y pasó
debajo de la quilla del barco, continuando al otro lado la
fuga con la misma rauda celeridad. En la chalupa se produjo
al punto una gran confusión: todos juraban y maldecían
vociferando como locos, pero el patrón, que aferrado
a la bayona no había abandonado su puesto en la popa,
lanzó con potente voz una orden: -¡Pedro, a treinta
brazas del barco corta la «línea»!
El arponero, de pie en la proa, con un afilado machete en
la mano, aguardó. Pasó un minuto, el bergantín
parecía precipitarse contra la chalupa como despeñado
y gigantesco alud, y cuando el choque iba a producirse, la
diestra armada del arponero se alzó y cayó produciendo
un chasquido seco. En el mismo instante el patrón cargó todo el peso de su cuerpo sobre la bayona y la chalupa, describiendo
una curva, fue a estrellarse contra el costado del buque con
tal violencia, que varios tripulantes cayeron derribados entre
los bancos.
A partir de este momento comenzó la persecución
que, después de mil peripecias, terminaba allí con gran regocijo de los expedicionarios.
Mientras los tripulantes de las balleneras rememoraban los
acontecimientos, discutiendo y rectificando hechos y señalando
otros nuevos, Miguel miraba la escena con mirada indiferente
y distraída. El desmoronamiento del encantado castillo
que su fantasía levantara había enervado el
espíritu animoso del carpintero. A la exaltación
de los primeros instantes, a sus ímpetus de rebeldía
para someterse a la fuerza brutal de los hechos sucedió
un período de calma, de lasitud y aplanamiento que
se prolongó por varios minutos. Mas, el buen sentido
en él innato y la experiencia de la vida, originaron
pronto una reacción favorable en aquella crisis dolorosa.
Los que iban a despojarle de aquello que conquistara con riesgo
de la vida tenían a su favor, además de sus
razones, un argumento que no admitía réplica:
eran veinte contra uno.
Y como sabía demasiado que quien dispone de la fuerza
no atiende jamás los clamores del débil, juzgó
tan inútil locura la resistencia como el intento de
convencer a esas cabezas más duras que la luma de sus
arpones, de que en aquel asunto la justicia imponía
una transición.
Se resignó, pues, a lo inevitable, y consecuente con
este modo de pensar adoptó una actitud pasiva, dejando
que los acontecimientos siguieran su curso, reservándose
el papel de mero espectador de lo que iba a suceder.
Para Rosalía el arribo de las chalupas fue un espectáculo
que la divirtió sobremanera. Jamás había
visto embarcaciones tan bonitas, y no se cansaba de admirar
la graciosa curva de la cortante proa, el largo y estrecho
casco de líneas finas y elegantes y la limpieza y pulcritud
de todos los arreos. La borda, los remos y los toletes de
bronce, todo parecía nuevo y recién estrenado.
La dotación de cada una la componían ocho remadores,
el arponero y el patrón. Exceptuando a este último,
hombre de edad madura, los otros eran en su mayoría
muchachos imberbes, niños casi, pero que dejaban traslucir
en sus ademanes resueltos su diario contacto con los peligros
del mar.
Los tripulantes de la ballenera engolfados en sus discusiones
sobre la pesca y recaptura del cetáceo habían
hecho hasta entonces caso omiso del bote. Pero cuando se agotó
el tema y las disputas languidecieron, salvaron este olvido
concentrando toda su atención en el bote, cuyo nombre
les sirvió para dirigir a sus ocupantes ingeniosas
y regocijadas burlas.
-Oiga, amigo, ¿no le parece que para un pejerrey una
ballena es demasiado lastre? Una sardinita le cuadraría
mejor. Mire, aquí y en este sandwich hay una. Alléguese
para acá, y si tiene hilo de volantín se lo
amarramos para que lo remolque.
Y el bromista con cómica gravedad mostraba en alto
un trozo de pan que acababa de extraer de una cesta que tenía
sobre las rodillas.
Miguel, que había decidido mantener una actitud reservada,
no pudo sustraerse a la tendencia natural en él de
no permanecer serio cuando le dirigían alguna broma.
Empezó por sonreírse y concluyó haciendo
vibrar el aire con sus carcajadas, devolviendo con creces
las burlas y dejando a todos encantados con su buen humor.
Como lo interrogasen sobre el hallazgo de la ballena, relató
con sencillez y sin jactancias su actuación en el asunto,
y terminó diciendo que se consideraba el verdadero
dueño del cetáceo puesto que con riesgo de su
vida logró apartarlo del abismo adonde iba a desaparecer
para siempre.
Esta declaración produjo gran hilaridad entre los oyentes:
-¡Vaya, decían, qué gracioso es este sacacongrios
de tierra adentro! ¿Conque él es el verdadero,
el único dueño? Si es así ya estamos
avisados y no nos queda otra cosa que dejarle lo suyo, izar
la vela y largarnos con viento fresco.
La voz grave y sonora de uno de los patrones hizo cesar las
protestas y las risas.
-Amigo -dijo dirigiéndose a Miguel-, nosotros creemos
y seguiremos creyendo siempre que las ballenas muertas pertenecen
al que las arponea vivas, y si se escapan, cosa que sucede
a veces, ello no da derecho al que las encuentra para creerse
su dueño.
El carpintero se encogió de hombros y replicó con gesto de asentimiento:
-Todo eso es una gran verdad, pero no quita que sin mi tonta
porfía no habrían hallado nunca lo que buscaban.
Lo que va a parar a los bancos de la Niebla no lo vuelve a
ver nadie, bien lo saben ustedes. Y no se molesten, nada pido.
Jugué y perdí, eso es todo.
Un gran silencio siguió a estas palabras interrumpido
luego por un cuchicheo rápido. Los tripulantes de la
ballenera celebraban consejo. Hablaban en voz baja, confidencialmente.
De cuando en cuando alzábase una nota de protesta,
pero pronto restablecíase la calma y la conversación
continuaba a modo de conciliábulo, que por la expresión
grave de los semblantes debía ser importantísimo.
Al fin, después de un largo debate, la conferencia
terminó y el que parecía jefe de las balleneras
comunicó a Miguel lo que habían convenido.
-Los compañeros -dijo- han acordado gratificarle por
su trabajo. No somos gente desconsiderada. Por el momento
no andamos trayendo plata, pero cuando estemos en la isla,
con el primer bote que venga por aquí, a la pesca del
congrio, le mandaremos diez pesos. -Hizo una pausa y agregó-:
Y ya que la tiene a mano háganos el favor de desatar
la «línea», porque ahora el remolque nos
toca a nosotros.
Al carpintero no lo cogió de sorpresa la mezquina oferta
y se limitó a contestar irónicamente
-Diez pesos es mucho dinero. No sabría qué hacer
con tanta plata y para ahorrarme quebraderos de cabeza es
mejor que no me den nada, como ya les he dicho.
Y volviéndose para ejecutar lo que le solicitaban,
encontró que Rosalía se le había adelantado,
desatando la cuerda y tirándola por encima de la borda.
La larga odisea de El Pejerrey había concluido y el
carpintero, empuñando los remos, emprendió el
regreso, fijando una mirada melancólica en el cetáceo
cuya masa negruzca brillaba al sol como un trozo de azabache
pulimentado. El fracaso resultaba tanto más penoso
cuanto se había producido a un paso de la meta; mas
la adversa fortuna lo quiso así y era preciso conformarse.
Y mientras estos pensamientos cruzaban por la mente del carpintero,
lo sacaron de su abstracción gritos furiosos que partían
de las balleneras:
-¡La «línea» -decían-, han cortado
la «línea»!
Miguel miró con sorpresa a Rosalía, y el rostro
azorado de la chica fue para él una revelación.
Y como los gritos de la «línea», «dónde
está la línea», redoblaron su violencia,
gritó a su vez dominando el tumulto:
-La «línea» la corté ayer, porque
me estorbaba para el remolque.
Un torrente de injurias y maldiciones contestó a esta
declaración:
-¡Qué animal, qué bestia
una «línea» nuevecita!
Por algunos instantes una granizada de insultos cayó
sobre el carpintero, quien los recibía en silencio
con sonrisa amarga y despreciativa. Más que su mezquindad
dolíale el egoísmo feroz de esa gente que lo
colmaba con injurias después de arrebatarle el fruto
de su trabajo. Una vez más veía confirmarse
el humano principio de que cuando asoma el interés
la equidad y la justicia desaparecen.
En breve las chalupas terminaron sus aprestos y pronto los
dieciséis remos las impulsaron adelante, llevando a
remolque el cadáver de la ballena, que el viento y
la marea no habían cesado de empujar hacia la costa.
Hacer el mal por el mal era algo que repugnaba al carácter
honrado del carpintero. Por eso el acto ejecutado por la pequeña
lo sorprendía, extrañando la insólita
perversidad de la culpable. Al requerimiento que le hizo para
que explicase su acción, contestó Rosalía
en tono quejoso y enfurruñado:
-¡Tanta bulla, padrino, porque corté el pedacito
que sobraba! Ese que estaba sumido en el agua. Creí
que no lo echarían de menos y
Miguel no pudo contenerse y empezó a reír a
carcajadas. Cuando se calmó volvió a preguntar:
-¿Y de qué largo crees que es ese pedacito,
dilo?
-No sé, padrino, pero si es muy corto y no alcanza
para tender la ropa puede servir también para sacar
agua del pozo. El cordel que hay está muy viejo y se
corta todos los días.
-¿Pero entonces por qué tiraste ese otro al
mar?
-Si no lo tiré, padrino, si está aquí a popa, amarrado a la argolla del espinel.
El carpintero abrió tamaños ojos. Ya no reía.
Dejó el banco e inclinándose en la popa introdujo
la mano en el agua y extrajo de ella la cuerda atada a una
argolla de hierro debajo de la línea de flotación.
Aquel demonio de chica había dicho la verdad. Ahí
estaba el pedacito de cordel por ella tan codiciado y que
según los cálculos de Miguel, basándose
en lo que había oído decir hacía poco
a los tripulantes de las balleneras, debía tener más
de trescientos metros de longitud. Este nuevo e inesperado
hallazgo reconfortó su ánimo abatido. Su fracaso
no le parecía ya tan humillante, pues llegaría
a tierra con algo que serviría para atenuar, siquiera
en parte, la pérdida que las chalupas le habían
tan intempestivamente irrogado.
El bote, favorecido por la marea, arribó bien pronto
a la caleta. En ella estaban Juana y un grupo de obreros que
esperaban ansiosos a los expedicionarios. La mujer abrazó
llorando a Rosalía e increpó, en seguida, con
los más duros epítetos la conducta del carpintero,
quien la oía risueño, sin importarle, al parecer,
un ardite el enojo de su cónyuge. Las primeras palabras
que pronunció Miguel cuando el bote enterró la quilla en la arena fueron:
-Nos quitaron la vaca, pero traemos la soga. La extracción
de la «línea» fue un espectáculo sorprendente
para los que la presenciaban. Brazas y más brazas salían
del agua, amontonándose en la arena en espirales inacabables.
La noticia del caso circuló rápidamente por
la mina y todo el mundo acudió a contemplar el precioso
cordelito. Entre los circunstantes se hallaba uno de los jefes
del establecimiento, quien, después de oír de
boca de Miguel todos los pormenores de su fracasada expedición,
le dijo señalando la «línea»:
-Haga transportar eso al almacén y pase usted en seguida
a la oficina. Le daré una orden por cien pesos para
la Caja. Esto vale tres veces más -añadió-,
pero como aquí le vamos a dar un empleo más
modesto, no podemos pagar un precio mayor.
Este resultado satisfizo a Miguel y desarrugó el ceño
de la rencorosa Juana. Sólo Rosalía quedó
descontenta pensando en los nudos que aún le quedaban
por hacer en el viejo cordel del pozo.
BALDOMERO
LILLO