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A orillas del Mar I
Velarde, Jose

A ORILLAS DEL MAR

José Velarde

A ORTEGA MUNILLA

I

Siempre que me hallo en la tierra

Hermosa donde nací

Que aun á los moros aterra,

Alzada frente a la sierra

Del imperio marroquí,

Me suele el sol encontrar,

Cuando declina y desmaya,

Absorto viendo llegar

Á la arena de la playa

Las roncas olas del mar.

Ya sigo la blanca estela

De la bien ceñida nave

Que al dar al viento la vela,

Sobre las espumas vuela

Rozándolas como un ave;

Ya á algún pájaro marino

Que va tras el pez sin tino,

Zambulléndose en las olas,

E imitando con su trino

Dulcisimas barcarolas.

Ávido aún de belleza

Escalo el coronamiento

De una antigua fortaleza,

Que hunde en el mar el cimiento

Y en las nubes la cabeza;

Y á medida que adelanta

Mi ascensión, se me figura

Que la atlántica llanura

Lentamente se levanta

Suspendida de la altura.

Bien me pongo a contemplar

Los árboles de un pinar

Que parecen, inclinados

Ejércitos derrotados

Que van huyendo del mar

Estático de placer

Miro en las aguas caer,

Como en hirviente crisol,

El rojo disco del sol

Que se ensancha al descender,

Y al disiparse sus huellas

De amaranto y de carmín,

Aparecer las estrellas

Temblorosas, blancas, bellas,

Como flores de jazmín.

Llama en esto a la oración

El destemplado esquilón

De la ermita donde mora

La Virgen , dominadora

Del furibundo aquilón,

Y al escuchar el sonido,

El adusto marinero,

Que quizás juraba fiero,

Calla y se quita, vencido,

De la cabeza el sombrero;

Pues no existe en derredor

Marinero ó pescador,

Que al desamarrar la lona,

No le rece con fervor,

Una salve a su patrona;

Virgen santa, que presume

De no usar otra presea

Que de corales no sea,

Ni otro incienso que el perfume

Embriagador de la brea.

Y que por ricos ex-votos

Y por galas en su altar,

Quiere los vestidos rotos

De los náufragos devotos

Á quienes salva del mar.

En las tardes de verano,

No ha mucho tiempo, solía

Encontrar allí un anciano

Que, como yo, se aplacía

Contemplando el océano.

El imperio de su faz,

Su nerviosa contextura

Y su voz áspera y dura

Contrastaban con la paz

De su vida y su dulzura;

Y supliendo la alta ciencia

Y el estudio de los sabios

Con el genio y la experiencia,

Cada frase era en sus labios

Una profunda sentencia.

A pesar de nuestra edad,

Nos puso en intimidad

El mismo amor de los dos

A la hirviente inmensidad

Que sirve de espejo a Dios:

Y aunque muy niño, al olvido

Dando amor, juegos y enojos,

Le escuchaba embebesido,

Con el alma en el oído

Y abierto, sin ver, los ojos.

Una tarde en que la historia

Del valiente pueblo ibero

Trajimos a la memoria,

Jurando culto a su gloria

Y rencor al extranjero,

Con el habla estremecida

De quien tiene el alma herida

Por la pena o por el odio

-<<oye -dijo-el episodio

Más terrible de mi vida. >>-

Y temblando, absorto, mudo

Y con el rostro ceñudo

Permaneció largo rato,

Hasta que vencerle pudo

Y comenzar su relato.

III

-<Dicen que todo dolor,

Hasta el vengativo anhelo,

Encuentra dulce consuelo

O se convierte en amor

Cuando el alma mira al cielo;

Más allí los ojos guío,

Y el odio en el pecho mío

Se resuelve sin cesar,

Ya templado, ya bravío,

Siempre grande como el mar.

En vano vencerlo quiero;

Pues hallo dulzura en él,

Como las abejas miel

En las flores del romero,

Más amargas que la hiel.

Y es que esclava de ley dura

Desde el pecado de Adán,

En toda humana criatura

Fermenta la levadura

Maldecida de Satán,

Y hay heces en lo más hondo

Del alma del ser más bueno,

Como hay pestilente cieno

Depositado en el fondo

Del arroyo más sereno

IV

<<El primer recuerdo mío

Es haber visto a mi madre,

Una noche de agua y frío,

Besando con desvarío

El cadáver de mi padre;

Miserable pescador

Que luchó, para vivir

Una vida de dolor,

Con el piélago traidor

Que le hizo al cabo morir.

Y huérfano y sin hogar

Me encontré casi al nacer;

Pues el hambre y el pesar

Vinieron pronto a matar

A aquella que me dio el ser.

Pero á tiempo que se abría

Para mi madre la fosa

En su seno me acogía

Una mujer generosa

Cual la pobre madre mía.

Tan buena, que se olvidaba,

Por hacer bien, del afán

Con que el sustento ganaba;

Pues era el pan que me daba

Su triste y único pan.

Y es que allí están el valor,

La caridad y el amor

En quien de ellos no presume,

Como el más rico perfume,

En la más sencilla flor.

Y del camino arcilloso

Que a la virtud se endereza,

Sale el débil victorioso,

Mientras se hunde el poderoso

Al paso de su grandeza.

¿Qué importa ser despreciado

Por humilde en este suelo?

Por débil, el ser alado

Es el único apropiado

Para remontarse al cielo.

V

<< Aquella que me libró,

-El anciano prosiguió, –

Del hambre y la desnudez,

El camino me enseño

Que conduce a la honradez;

Y en la misma adolescencia

Me hizo gozar de la infancia;

Pues guardó mi inteligencia

En esa dulce ignorancia

Hermana de la inocencia.

¡Bendito su proceder!

Empezar a comprender,

Es comenzar a sufrir;

Lo que se gana en saber

Suele perderse en sentir;

Y la ciencia, sin el celo

Por el bien y sin amor,

Es el ave sin el vuelo,

El paisaje sin el cielo,

La llama sin el calor.

VI

<< Niño de diez años era,

Y ya estaba de grumete

En una barca costera

Más que los vientos ligera

Cuando viajaba si flete.

Desde entonces he morado

Y combatido en los mares,

Hasta que el tiempo irritado

Echóme a tierra cargado

De recuerdos y pesares.

Y aquí vivo sin más gozo

Que contemplar el mar fiero;

Pues para el buen marinero

La tierra es el calabozo

Donde vive prisionero. >>

Deja que la vida alabe

-Dijo y tembló su voz grave-

De aquel que en el mar nacido

Tuvo por cuna la nave

Donde después ha vivido.

Su historia es todo un poema;

El mar al nacer le mece

Y libre y robusto crece,

Mientras la brisa le quema

Y el trabajo le encallece.

En vez de las impiedades

Y vicios de las ciudades,

Aprende aquello que ha escrito

Dios mismo en las soledades

De lo inmenso y lo infinito.

Valeroso como bueno,

No sufre jamás desmayo,

Y en las borrascas sereno

Oye retumbar el trueno

Y mira de frente al rayo;

Y aun más sobrio que valiente,

Lo mismo que el mar rugiente,

A la sed y al hambre reta

Con un sorbo de aguardiente

Y un pedazo de galleta.

En tanto que el cortesano

Intenta ser libre en vano

O vive en tedio profundo,

Él, señor del océano,

Cien veces da vuelta al mundo.

Libre de odios y recelos,

Ni envidia gloriosos vuelos

Ni loca ambición le abruma,

Porque Dios le alza a los cielos

Sobre montañas de espuma.

Y cuando en un temporal

Su gloriosa vida acaba,

Rugiendo un himno triunfal,

Le sepulta la mar brava

En un banco de coral.

VII

<< Muerta la mujer piadosa

Que en mí, de un niño hizo un hombre,

Mi alma toda puse en rosa,

Una niña tan hermosa

Como la flor de su nombre.

Aunque en belleza sin par,

La virtud ponía en ella

Encanto tan singular,

Que se hacía perdonar

El delito de ser bella

La vi, y en el pecho mío

Despertaron los amores,

Cual del iris los fulgores

Cuado el sol besa el rocío

En el cáliz de las flores.

Y a un tiempo sentí alegría

Pasmo, asombro, desconsuelo,

Dolor y triste agonía,

¡Lo que un ciego sentiría

Si viese de pronto el cielo!

Desde entonces mi reposo,

Ora triste, ora gozoso,

Dió en latir apresurado

Mi corazón tormentoso

A la par que atormentado.

Remedio a mi afán no hallaba,

Avergonzado ocultaba

Como un crimen mi ventura,

Y en la soledad lloraba

Ahogado por la ternura.

Y ya en hondo abatimiento

Daba mi espíritu inerte,

Ya sentía el ardimiento

Que arrastra al hombre violento

A la gloria o a la muerte;

Pues el alma combatida

En las luchas de la vida,

Lleva en sí, como el nublado,

A un tiempo el granizo helado

Y la centella encendida.

De mi amor en los albores,

Hirióme el dardo cruel

De los celos matadores,

Que hasta en los dulces amores

Hay más acíbar que miel.

Y a veces en mí podía

Tanto el furor de los celos,

Que en blasfemia concluía

La plegaria en que pedía

Ser de ella amado a los cielos;

Pues la amorosa pasión

Primera del corazón,

Hablar solamente sabe

Con el gorjeo del ave

O el rugido del león.

Ciego fui mas de una vez

A expresarle mi deseo,

Y falto de intrepidez

Enmudecí como el reo

En la presencia del juez.

Al cabo su amor fue mío,

Tras pudoroso desvío,

Y nuestras almas ardientes

Se unieron cual dos torrentes

Que forman un solo río.

Pero en tanto que mi amor,

Siendo la paciencia suma,

Levantaba rugidor

Montañas de hirviente espuma,

Cual los mares en furor;

El amor en su alma honrada

Se hizo virtud singular,

Como la espuma irisada

Se hace perla, condensada

En lo profundo del mar.

VIII

<< Gozando en dulce desmayo

De una vida deleitable,

Vino a herirme como un rayo

La nueva de la execrable

Matanza del Dos de Mayo.

Qué pasó por mí no sé;

Pero mi rabia fue tal,

Que hasta el amor olvidé

Y de voluntario entré

En la marina real;

Pues si el amor que sentía

Por aquella niña hermosa

Era grande, todavía

Amaba a la patria mía

Con fuerza más poderosa.

Aun hoy al pensar que a España

Vi en poder de gente extraña,

Viene a mis labios la injuria,

El llanto mi rostro baña

Y me estremezco de furia.

¡Baldón eterno baldón

Sobre el infame valido

Que por torpeza o traición,

Abrió el Corso maldecido

Las puertas de la nación!

¡Baldón, y olvido después

Sobre aquellos que, temblando

Ante el extranjero bando,

Arrojaron a sus pies

El cetro de San Fernando!

Olvido, si, no te asombres,

Quiero para aquellos hombres,

Porque fue tanta la mengua,

Que se mancilla la lengua

Cuando pronuncio sus nombres.

<< Aunque uniese a mi furor

Cuantas ayes de dolor

Tiene un alma, no podría

Pintarte el cuadro de horror

Que nuestra patria ofrecía.

Sin armas y sin soldados,

Las heredades taladas,

Los altares profanados,

Las mujeres ultrajadas

Y los hombres humillados

Los pueblos prósperos antes

En escombros humeantes,

Los campos, en sangre rojos,

Odio en todos los semblantes

Y llanto en todos los ojos.

A traición y por la espalda

Herido el valiente Ibero,

Y alfombra del extranjero

La bandera roja y gualda

Que dominó el mundo entero.

En los grandes, el cinismo;

En los sabios, los alardes

De humanitario idealismo

Que pone el filosofismo

En la boca de los cobardes;

En el poder la ambición,

La torpe intriga, la incuria

Y allá en más alta región,

La ineptitud, la lujuria,

El espanto y la traición

X

¡Triste patria! Llegó un día,

Que las extrañas naciones

Creyeron que no existía,

Pues sólo en los corazones

De sus valientes vivía.

Mas con ellos hizo frente

Y resistió a Bonaparte,

Hasta entonces prepotente,

Que no hay mejor baluarte

Que el corazón del valiente;

Ni acero más abonado

Contra un tirano protervo,

Que aquel que el odio ha labrado

De las cadenas del siervo

O la reja del arado.

<< Yo en tanto, en Cádiz reñía

Entre la turba plebeya

Que por la patria moría

Y que en la historia escribía,

Con su sangre, su epopeya;

Y después de haber luchado,

Aunque niño, denodado

De Chiclana en el pinar,

Por el amor arrastrado

Me encaminé a mi lugar.

¡Nunca lo hiciera! Tal vi

Que desde aquella ocasión,

Eternos huéspedes son,

En mi mente el frenesí

Y el odio en el corazón.

Sólo igual a mi carrera

Pudo ser la del Calvario;

Aquí al lado de la hoguera

Que enluta, al arder, la esfera,

El hacha del incendiario;

Allí el rastro purpurino

De inocente sangre inulta

Y embarazando el camino,

Con la victima insepulta

El arma del asesino.

Aquí astillas y cascajos,

O inmundicias y osamentas,

Festín de buitres y grajos;

Allí gentes en andrajos,

Llorosas mudas y hambrientas;

¡Cuánto más cerca el lugar,

Más tristeza y más horror!

Llegué al fin Qué en el hogar

Soñado nido de amor

Del ángel que iba a buscar?

Nadie, nada. En su vacío

Retumbaba el paso mío.

Quédeme absorto y helado.

¡Ni la nieve da más frío

Que un hogar abandonado!

-<< ¡Rosa, mi amada, mi estrella,

¿Dónde estas? >> – grité en mi duelo.-

Y alguien por darme consuelo,

–<< ¡Allí pregunta por ella!>>-

Me dijo, mirando al cielo.

Y rugí cual Satanás

-<< ¿Más cual ha sido su suerte?>>-

-<< No lo averigües jamás

-Me contestaron- quizás

Su mayor bien fue la muerte. >>-

Sonó esta frase en mi oído

Como el trueno en las montañas

É inmóvil, yerto, aturdido,

Sentí el acero buído

Del dolor en mis entrañas.

Ni llorar ni ver podía;

Girar los ojos hacía

Desencajados y rojos;

Mas ¡ay! En vano, no había

Ni luz ni llanto en mis ojos.

Ni para hablar tuve aliento,

Ni para huir diligencia;

Dios, piadoso en tal momento,

Me quitó hasta la conciencia

De mi propio sufrimiento.

Y al venir a despertar

De tan horrible sopor,

Hálleme a orillas del mar

Que parecía llorar

Con rugidos de dolor.

XII

Y exclamé en mi desvarío:

-<< Ya que dejaste al impío

Matar mi amor, mi esperanza,

Mi fe, mi vida ¡Dios mío!,

¿Me dejarás sin venganza?

¿Por qué el mar no se desborda?

¿Por qué la naturaleza

Como Tú, al dolor es sorda? >>-

Dije, apoyando en la borda

De una lancha mi cabeza.

A estos gritos apagados

Respondió el himno triunfal

De los franceses malvados;

Miré y vime entre soldados

Del ejército imperial.

Las carcajadas, los gestos

Y ademanes descompuestos

De aquella embriagada gente

Engendraron en mi mente

Los designios más funestos;

Y al hacerme comprender

Su anhelo de darse al mar

Se pudo en mi rostro ver

La contracción singular

Con que ríe Lucifer.

XIII

<< Ya a bordo, solté la amarra,

Y a favor de la marea,

Puse proa hacia la barra

Donde la mar se desgarra

Y rugidora espumea.

A compás del balanceo

Iban los viles cantando

Con alegre clamoreo,

Y yo remando, remando

Con el vigor de un Anteo.

Del crepúsculo moría

El reflejo de escarlata,

La luna al cielo subía

Y la mar aparecía

Como un espejo de plata.

Dormido estaba el ambiente,

El cielo limpio de bruma,

Y el oleaje, indolente

Resbalaba mansamente

Sin rumor y sin espuma.

¡Qué inmenso placer sentí

Cuando en la corriente dí,

Que iba a estrellarse en las rocas

Con las mismas ansias locas

Que la desventura en mí!

Allí el mar, fiero rugía,

En espumas se rompía,

Alzábase borrascoso

Y su seno tenebroso

De peñascos descubría.

Ya el bajel, ingobernable,

Velozmente derivaba,

Y yo remaba, remaba

A favor de la indomable

Corriente que lo arrastraba.

Cuando los remos dejé

Y en los soldados fijé

La mirada con furor,

Inerte los encontré

Y lívidos de terror.

¡Jamás he gozado tanto!

¡Era tan grande el espanto

De aquellos malditos seres,

Que algunos vertían llanto

Como débiles mujeres!

La barca empezó a crujir,

Una oleada veloz

Hízola al cielo subir,

Y oyose mi ronca voz

A la Francia maldecir.

Tornó rápida a bajar,

Estrellóse en la rompiente,

Sonó un grito inmenso al par,

Se hundió todo de repente,

Y quedó tranquilo el mar.

XIV

¿<< ¿Y qué de mí en tal horror?

Sobre la arena mullida

Hallóme el primer albor;

Que Dios me salvó la vida

Por condenarme al dolor. >>-

No dijo más el anciano,

Apoyó en la flaca mano

Su cabeza venerable,

Y en éxtasis insondable

Quedóse ante el océano.

XV

Cuando en mí pude vencer

El misterioso poder

Del espanto y la tristeza,

Toda la naturaleza

Sonreía de placer,

Aquí, al compás del embate

Del agua en rocas cayendo,

Asordábase el estruendo

Del mazo del calafate

Que estaba un bajel haciendo.

Allí volvía serena,

Corriendo como en regata,

Y ganaba al fin la arena

La barca de peces llena

Relucientes cual la plata.

Más lejos un marinero,

Al coser sus redes rotas,

Con un cantar lastimero

Levantaba del estero

Una banda de gaviotas.

En reflujo la marea

Y en seco el marino risco,

Llevaba el viento a la aldea,

Con el olor de la brea,

El de la sal y el marisco;

Y en el ocaso iba a dar

Tan enrojecido el sol,

Que parecían estar

Ardiendo en vivo arrebol

La tierra, el cielo y el mar.

Madrid, diciembre 1881.